Cuando España Perdió el Rumbo
La fachada terciopelada del Presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, encubre su carácter autoritario
Cuando Pedro Sánchez se convirtió en primer ministro de España, en junio de 2018, prometió el advenimiento de un tiempo nuevo. Lo llamó “la Segunda Gran Transformación”. La primera había sido la transición democrática tras la muerte del dictador Francisco Franco en 1975. La suya culminaría con un país “de hombres y mujeres libres en armonía con la naturaleza”. Al oír sus promesas daba la impresión de que todo estaba por hacer en esa democracia europea, décima economía del mundo. Los líderes recién llegados suelen pecar de adanismo.
Tres meses más tarde, el mandatario socialista se presentó ante la Asamblea General de la ONU. Ahí habló de multilateralismo, paz, cambio climático y desarrollo sostenible. Vislumbró un planeta regido por la empatía y compromiso. Y entró en el club de jóvenes y apuestos dirigentes, como Justin Trudeau y Emmanuel Macron, que irradiaban moderación y buenos sentimientos.
Sánchez quiso potenciar esa imagen. Se hacía fotos a bordo del avión presidencial con gafas Ray Ban y un asesor mostrándole papeles, idénticas a unas de John Kennedy en 1960. Emulaba los gestos de Obama. Recorrió 15 países en seis meses y se transformó en uno de los políticos de moda en la escena internacional.
En casa lo tenía más difícil. Necesitaba convencer, y tal vez convencerse, de que él era el primer ministro de España. Y es que Sánchez no había ganado ningunas elecciones. Es más, había llevado al Partido Socialista Obrero Español (PSOE, centro izquierda) a la peor derrota electoral de la historia: 85 de los 350 escaños del Congreso. ¿Y cómo había logrado llegar a primer ministro? Con un ejercicio audaz de aventurerismo político: uniendo a una constelación de partidos pequeños, alguno de ellos anti-sistema, para expulsar del poder al Partido Popular (PP, centro derecha) con una moción de censura.
Pero su Gobierno duró poco. Aún tendría que convocar otras dos elecciones en los siguientes ochos meses. Finalmente, en enero de 2020, con una mayoría precaria (120 diputados), logró formar una coalición. Ha pasado un año, y la aterciopelada imagen que Sánchez proyecta en el exterior contrasta con el áspero desgarro que provoca en su país, devastado por la pandemia y sometido a una deriva autoritaria que amenaza la separación de poderes y la independencia judicial.
Volvamos a 2018: la sociedad española acumulaba un malestar creciente. A las secuelas de la gran recesión se unían los escándalos de corrupción que salpicaban a los dos grandes partidos tradicionales, el PSOE y PP, e incluso a la propia monarquía. Investigado por evasión fiscal, el rey Juan Carlos, el gran piloto de la transición a la democracia, se había visto obligado a abdicar en 2014 en su hijo Felipe.
Deseosos de “oxigenar la política”, los españoles habían puesto fin al bipartidismo. La irrupción de nuevas fuerzas políticas, desde la extrema izquierda a la extrema derecha, fragmentó y paralizó el Parlamento.
A todo eso se sumó la crisis territorial en Cataluña, tergiversada por no pocos corresponsales extranjeros. En una España descentralizada, donde las regiones gozan del mayor autogobierno de Europa, las fuerzas independentistas catalanas secuestraron en 2017 el Parlamento local y organizaron un referéndum ilegal, intentando destruir el orden constitucional y promoviendo un enfrentamiento civil, puesto que la mitad de la población catalana no es nacionalista. Puede compararse con el asalto al Capitolio de Washington: es la cosecha del populismo.
En este clima de inestabilidad Pedro Sánchez vio su momento. Lejos de facilitar un acuerdo de Estado con el centro derecha, el líder socialista promovió la destitución del primer ministro por un viejo escándalo contable del PP. En un vibrante discurso en el Parlamento, Sánchez enarboló la bandera de la regeneración y evocó “la decencia” de dos ministros alemanes que acababan de dimitir al descubrirse que habían plagiado sus tesis universitarias. Así se actuaba en Europa. Y así de exigente sería él.
No habían pasado tres meses de su llegada al Palacio de la Moncloa cuando, en septiembre de 2018, se descubrió que el propio Pedro Sánchez había plagiado fragmentos de la tesis que le dio su título de doctor en Economía en 2012. Fue la primera señal de que había otro personaje escondido tras esa fachada seductora. Luego vendrían otras muchas.
Adalid de la moderación, prometió a sus votantes que nunca pactaría con Podemos, una amalgama de extrema izquierda cuyos dirigentes se han curtido asesorando a Hugo Chávez y a los regímenes castro-chavistas de América Latina. “Son radicales e inoperantes”, declaró solemne Sánchez en televisión. “Si pactara con ellos no dormiría por la noche, junto con el 95% de los ciudadanos de este país, que tampoco se sentirían tranquilos”.
En enero de 2020, Sánchez selló con Podemos su Gobierno de coalición. Su líder, Pablo Iglesias, era un oscuro profesor ayudante de universidad que se dio a conocer con un programa en la televisión iraní HispanTV y que atesora un sombrío breviario ideológico (“ser comunista es más importante que decirlo”, “me dan envidia los venezolanos”, “la existencia de medios privados ataca la libertad de expresión”). Hoy es el vicepresidente del Gobierno de España. Y ha instalado como jefe del Ministerio de Igualdad a su mujer. Los Ceaucescu, los llaman.
Se cumplía así el presagio de veteranos dirigentes socialistas a los que Sánchez purgó al hacerse con el control del partido: “No podemos hacer un gobierno Frankenstein con quienes quieren romper España”.
Por supuesto que Sánchez podía. Y aun fue más lejos. Como los 35 diputados de Podemos no eran suficientes para aprobar los Presupuestos y garantizar los cuatros años de legislatura, Sánchez tejió una red de alianzas con la izquierda separatista, con la que también había descartado cualquier entendimiento. Al final, se entendió muy bien con los líderes catalanes condenados judicialmente por el golpe de 2017. Tanto, que ya prepara su indulto. Y también con el partido vasco Bildu, heredero de una organización terrorista que asesinó desde los años setenta hasta 2010 a más de 800 personas, entre ellos unos cuantos militantes socialistas.
Para cumplir con las exigencias de Podemos, deseosos de ocupar puestos oficiales, Sánchez ha formado el Gobierno más grande de nuestra historia democrática: 23 ministros y 1.200 “asesores”. Un Frankenstein gigantesco e ineficaz, como ha demostrado la gestión de la pandemia.
En proporción a la población, España ha tenido el mayor exceso de mortalidad del mundo (80.000 fallecidos más que el año anterior, casi todos por Covid), según el Instituto Nacional de Estadística. El que más contagios ha registrado entre el personal sanitario. Y el que ha sufrido, después de 15 semanas de confinamiento, el mayor descalabro económico de la Unión Europea, con una previsión de caída del PIB del 12%. Según un informe de la Universidad de Cambridge, el Gobierno español ha sido el que ha dado la gestión menos eficiente a la pandemia entre 33 miembros de la OCDE. Eso sí, ha forrado las cajas de vacunas de Pfizer con etiquetas gubernamentales. “Las paga el Gobierno de Pedro Sánchez”, justificaba en Twitter una diputada socialista.
Las broncas y las zancadillas entre los ministros socialistas y los comunistas son constantes. Pero Sánchez no tiene más programa político que el poder en sí. E Iglesias, de momento, se lo garantiza. El líder comunista, primero, y la pandemia, después, han destapado el verdadero rostro del primer ministro y le han dado la mejor coartada para sus tentaciones autoritarias. El estado de alarma, un régimen excepcional decretado hasta el próximo mayo, le evita los controles en el Parlamento y las protestas en la calle.
Desde su llegada al poder en 2018, Sánchez ha puenteado al Congreso a golpe de decretos-leyes. Ha sido expedientado por la Junta Electoral por hacer uso indebido de los medios públicos. Ha colonizado sin pudor organismos estatales como la Radiotelevisión Española o el CIS, el poderoso instituto de estudios de opinión. Y ha declarado “secreto de Estado” el uso privado del avión presidencial, los sueldos de su mujer, colocada en puestos por encima de su cualificación, o las vacaciones de amigos en residencias oficiales. Con apenas año y medio en el cargo, es el primer ministro más expedientado por el Consejo de Transparencia, un organismo independiente que vela por la rendición de cuentas de la Administración. O más bien velaba: Sánchez acaba de intervenir la autonomía del Consejo y ha logrado el cese de dos de sus responsables.
Sánchez tergiversa los hechos con una soltura envidiable, pero quiere perseguir las “fake news”. Y de paso, las “news” que le molestan. Las asociaciones de prensa y Reporteros Sin Fronteras han denunciado las trabas a la actividad informativa, que han culminado en la reciente creación de un “comité contra la desinformación” que, entre otros cometidos, “examinará la libertad y pluralismo de los medios de comunicación”.
Con todo, los choques más graves se están dando con la judicatura. En un movimiento sin precedentes, Sánchez ha nombrado fiscal general del Estado a alguien tan poco independiente como su propia ministra de Justicia (que es además diputada socialista). Las fricciones con el Consejo General del Poder Judicial han suscitado preocupación en la Unión Europea. Las asociaciones judiciales y el propio órgano de gobierno de los jueces han denunciado una ofensiva contra la separación de poderes.
A ello hay que sumar la campaña de acoso contra la monarquía, para la que una gran líder de Podemos ha invocado la “guillotina”. Ahí Sánchez tiene un problema: Felipe VI ha logrado revertir el desgaste de la Corona y cuenta con el apoyo del 74% de los españoles.
Desoyendo a quienes, como el expresidente socialista Felipe González, han pedido “un escenario de consenso y moderación”, Sánchez ha amarrado su poder a fuerzas corrosivas, que amenazan la unidad nacional y el andamiaje constitucional. Y encima vende su alianza como un triunfo “progresista”.
Algunas voces socialistas han salido al paso: Sánchez, dicen, ha abjurado de todo compromiso ético. No es, dicen, una cuestión ideológica, de izquierda o derecha, sino de decencia. Pero llegan tarde. En dos años, Sánchez ha destruido el PSOE socialdemócrata y lo ha amalgamado con la izquierda antisistema. Nadie le ha ganado en audacia porque nadie creyó que pudiera llegar tan lejos.
Los líderes tóxicos pueden socavar democracias estables. Lo hemos visto en Estados Unidos y lo estamos viendo en España. Aunque pueda sorprender, al final Pedro Sánchez se parece más a Trump que a Trudeau. Ambos comparten un narcisismo exacerbado y carecen de escrúpulos. Y van construyendo una realidad paralela, en la que acabamos por asumir como normal lo más inverosímil, mientras van minando las instituciones y la convivencia.
Como también sucedía con Trump, los escándalos, lejos de pasarle factura a Sánchez, han acabado por anestesiar la capacidad de indignación de una sociedad infantilizada y amnésica. Esto explica que mantenga su liderazgo en las encuestas. Según un promedio de sondeos recientes, el PSOE ganaría hoy una nueva elección con el 26% de los votos, frente al 23% del PP. La polarización hace inimaginable una gran coalición al estilo alemán.
Sánchez se dispone a administrar, además, la voluminosa ayuda de la Unión Europea (140 mil millones de euros) destinada a amortiguar el golpe catastrófico de la pandemia. Así las cosas, no es descartable que su Gobierno Frankenstein dure los cuatro años de legislatura. Sánchez prometió una “Segunda Transformación” y a lo mejor tiene tiempo para llevarla a cabo. El drama es que está haciendo peligrar el legado de la verdadera transición; aquella que después de Franco abrió la etapa de mayor prosperidad, libertad y concordia que ha conocido España.
Maite Rico es columnista de El Mundo, y fue subdirectora y corresponsal internacional de El País.