Huyendo de Venezuela
Bajo la dictadura brutal de Nicolás Maduro, Carlos Hernández temía por su vida. Aquí, él cuenta cómo escapó.
Por Carlos Hernández
Si me volteo, veo la polvareda que va dejando la moto. Estamos bien lejos del camino principal, cruzando un camino de tierra por los matorrales —una trocha—, en el extremo norte de los 2.200 kilómetros de frontera que hay entre Colombia y Venezuela. Estamos cerca del mar Caribe, pero desde aquí no se ve. Me estoy agarrando con todas mis fuerzas de la parrillita de la moto, detrás del asiento, para no salir volando mientras el motorizado le saca la chicha a la pobre moto.
Lo único que tengo en el bolsillo es un potecito de gel desinfectante. No tengo ni teléfono, ni dinero, ni pasaporte, ni cédula, ni comida, ni agua. Nada. Llevo ya 1.300 kilómetros de carretera. Vengo de Puerto Ordaz, la que fuera alguna vez una ciudad industrial al sureste de Venezuela, y todavía me faltan 950 kilómetros hasta Medellín, en el centro de Colombia. El sol pega duro. Tengo hambre, sed y casi no he dormido en dos noches. No conozco a nadie aquí, estoy completamente solo.
Esta parte de la frontera está tomada por el ELN, una guerrilla colombiana. Según ellos son marxistas, pero como que pasan más tiempo traficando cocaína y combustible que tumbando a la burguesía. Los del gobierno venezolano también son y que marxistas, pero como que andan más pendientes de ver cómo hacen plata que de la igualdad social. Están hechos el uno para el otro.
Sé que esta ruta no es segura, pero otra mejor, no hay. La alternativa es la carretera de asfalto, donde están los militares venezolanos.
De repente, entre los matorrales, aparece una choza de barro. Unos niños bloquean el camino con un tronco caído. Por la cara redonda y el cabello negro y corto, se ve que son wayús, un grupo de aborígenes que ha estado aquí desde antes de que Colombia y Venezuela existieran. Estoy en un peaje, o un “portón”, como lo llaman ellos. Es la enésima vez en el viaje que me paran para sacarme dinero. Los niños están descalzos, uno lleva un short negro y el otro uno verde.
No sé qué está más seco, si el suelo o mi garganta. Con el sol del estado Zulia haciendo honor a su fama, mi deshidratación galopante y la doble mascarilla, la estoy pasando mal. A los niños wayús como que no les afecta.
Uno de los niños habla con el motorizado, quien le entrega unas moneditas en pesos colombianos. Supongo que hablan en wayú, porque no entiendo nada. Un niño recibe las monedas, y al verlas suelta un breve jijí. Al mismo tiempo, el otro niño sale corriendo a mover el tronco que bloquea el camino para dejarnos pasar.
Cuando salí de Puerto Ordaz hace dos días, tenía de todo. Mi identificación venezolana, o sea, la cédula (vencida, por más de un año intenté renovarla y no hubo forma), el pasaporte, el teléfono, casi doscientos dólares en efectivo en tres denominaciones distintas, tarjetas de débito, mascarillas, comida y agua. Para los estándares de un emigrante venezolano que viaja por tierra, iba en góndola.
Poquito a poco me fueron robando todo, menos las cosas del covid.
Cuando salí, yo sabía que corría ese riesgo. Es más, me lo esperaba. Pero aún así no me podía quedar en Puerto Ordaz. En esa exciudad ya nada sirve. La luz se puede ir en cualquier momento, lo que me hace casi imposible mantener mis trabajos como freelancer. Lo mismo pasa con el internet, con el agravante de que cuando hay, es demasiado lento. No hay transporte público, a veces se va el gas por semanas y, de paso, hasta las comidas más simples como los cambures (bananas) cada vez son más caros.
Los problemas con el agua me estaban volviendo loco. No es raro pasar una semana sin una gota de agua por las tuberías. Cuando sí hay, viene tan sucia que ni siquiera vale la pena filtrarla para tomar, así que mi rutina incluía ir a comprar agua potable un día sí y un día no. Hay momentos en los que ni acarrear tobos a casa es una opción, porque no hay agua en toda la ciudad. En esos casos toca esperar que llegue el agua, grasosos y sedientos, para poder bajar la poceta que tiene toda la casa oliendo a mierda.
Creo que lo que me terminó de correr de Venezuela fue la situación de la salud. Y no lo digo por el covid específicamente, aunque eso también es tremenda preocupación. Los hospitales están tan cortos de suministros que te piden que lleves hasta las inyectadoras para poder atenderte. Y casi no tienen personal. En esas condiciones, algo tan tratable como una reacción alérgica a unos camarones te puede matar fácilmente. De paso, si tuviésemos que salir corriendo a un hospital nos costaría llegar porque no tenemos gasolina, puedes estar días en una cola por medio tanque de gasolina en Puerto Ordaz.
No podía seguir así. Tenía que llegar a Medellín como fuera, sin importar que la frontera estuviera oficialmente cerrada.
El primer tramo del viaje lo hice en carro: 670 kilómetros hasta Caracas. Compartí el transporte con una misionera de la Madre Teresa de Calcuta que llegó a Venezuela en 1999, pero no aguantó quedarse más tiempo.
En Caracas me reuní con Celys, que iba para Barranquilla, en la costa caribeña de Colombia. Celys se quedó sin trabajo como periodista en enero, cuando el gobierno confiscó los equipos del sitio de noticias en el que trabajaba. Ahora le tocaba emigrar sin ahorros. Su plan es reunirse con su novio en Barranquilla para empezar a buscar trabajo.
Fuimos al terminal y agarramos un autobús con un aire acondicionado gélido que viajaba durante toda la noche hasta Maracaibo, 1.000 kilómetros al oeste, cerca de la frontera con Colombia. Todo el camino estuvimos tensos.
¿Por qué?
Primero, por el montón de alcabalas, los puntos de control militares. En el viaje encontrábamos una cada media hora más o menos. Y no es que estén distribuidas regularmente, pueden aparecer en cualquier momento. Algunas alcabalas estaban a un minuto de carretera una de la otra.
Segundo, porque uno nunca sabe qué van a revisar. Es una lotería. Muchas veces solo miran el compartimiento externo del equipaje del autobús, con una linterna. Desde mi ventanilla, no llego a ver si nos abren las maletas. Otras veces entran al autobús y revisan las cédulas de todos los pasajeros.
Todo es para ver a quién pueden joder, esa gente vive de eso. Cada revisión de esas fácilmente se puede convertir en un matraqueo —un episodio de extorsión.
A la una de la madrugada nos despiertan de golpe. El autobús se detiene y dos militares entran gritando: “¡Cédulas!”. Pasan puesto por puesto recogiéndolas. Se las llevan y esperamos tensos a que vuelvan con nuestras cédulas y nos dejen ir.
Pasan los minutos. Nadie habla, la gente tiene demasiado sueño para andar quejándose. ¡Es la una de la madrugada! Al rato regresa el soldado con la paca de cédulas en la mano, pero antes de entregarlas, pregunta en voz alta:
—¿Quién es Carlos Hernández?
Alzo la mano.
—Vente —dice—. Y tráete tu equipaje.
Coñoelamadre. Agarro mi morral y la maleta azul y lo acompaño a algo que es prácticamente una celda de prisión portátil, aunque funciona es como trailer de matraqueo. Es pequeño, va detrás de una pickup. Adentro es todo metálico y tiene bancos de metal a los lados.
El tipo que tiene mi cédula se ve más joven que yo (tengo 28), o sea, es un carajito. Tiene un uniforme de camuflaje gris que dice FAES en un lado del pecho. Las FAES son una unidad de policía con la mala reputación de hacer miles de ejecuciones extrajudiciales en los barrios pobres. Unos monstruos. También hay una mujer policía, con un uniforme azul oscuro. No dice nada. No sé si es por la pose imponente, con los pulgares metidos en el chaleco como si se estuviese intentando rascar las axilas, pero la veo alta.
—Abre tus maletas.
Una parte de mí quiere decir que no, pero la otra más sumisa y consciente es la que responde. Abro el morral para que lo revisen, sin decir nada. Lo primero que se ve es mi laptop asomada, mi bien más preciado. Me da miedo que la vean, porque si me la roban estoy en serios problemas. La uso para trabajar, para ganar dinero, comprar comida y mantenerme con vida, a mí y a mi familia.
—¿En qué trabajas?
—Escribo.
Revisa mi cartera también. No tengo mi dinero ahí, tampoco se las voy a poner tan fácil.
—¿De dónde sacaste esta cédula? —dice el tipo mientras me revisa los bolsillos. Encuentra un billete de 50.000 pesos colombianos, como 13 dólares, en el bolsillo frontal de mis pantalones.
—La tengo desde toda la vida. ¿Lo dices porque está vencida, no? Tengo mi pasaporte también, mira. —Agarran el pasaporte pero casi ni lo ven, se concentran en mi cédula.
—Esta cédula es falsa —continúa el hombre.
No es verdad, pero ese no es el punto.
—Ni siquiera es una buena falsificación —sigue—. ¿Ves esta bandera aquí? tiene el formato nuevo, pero el contenido tiene el formato viejo. Y mira esta firma aquí, esto tiene demasiados errores.
—¿De qué hablas? Esa es mi cédula vieja, lo que está es vencida. Perdí mi cédula vigente entonces estoy...
—Entonces mandaste a falsificar una —me interrumpe.
—No, perdí mi cédula y estoy usando una vencida que encontré en una gaveta, mientras espero que el gobierno pueda sacarme una nueva. Con lo del covid ha pasado más de un año y necesitaba viajar.
—Esto claramente es una cédula falsa, tiene elementos del formato nuevo y del viejo —insiste.
La mujer finalmente habla.
—Esta es la cuestión, chamo. A mí no me gusta perder mi tiempo ni el de otras personas —me dice mientras señala al autobús estacionado—. La falsificación de documentos es un delito punible con cinco a diez años de cárcel.
El hombre revisando el morral llega a uno de los bolsillos con dinero. Un billete de veinte dólares. A medida que va consiguiendo billetes los va alineando en el banco metálico frente a mí.
—¿De qué están hablando? Esa cédula no es falsa. Es mi cédula vieja, no he podido sacar una nueva por el covid. Aparte, qué importa, les acabo de enseñar mi pasaporte.
—Ya el crimen fue cometido —dice la policía—. No importa si tienes un documento válido. Esto es lo que tienes que hacer: te pones a la orden del Ministerio Público, te dejamos aquí la noche, y mañana, con tu abogado, vamos con el juez.
Son capaces. Sé de gente a la que le han hecho justamente eso.
—Yo no me puedo quedar aquí.
No es la primera vez que estoy en esta situación. Ya una vez me sacaron del autobús para interrogarme por enseñar el pasaporte en lugar de la cédula. Pero volviendo a esta extorsión en particular:
—¿Qué podemos hacer? —pregunto, siguiendo el guión de toda la vida.
—Es muy simple —dice la policía—. Aquí los que se quieren quedar se quedan, y los que se quieren ir se van. Todo depende de lo que hagan.
—Entonces, ¿cuánto piden? —les pregunto de una, sin tantas vueltas.
—No, no —dice ella—. Nosotros no te estamos pidiendo nada —otra mentira.
—Como estamos hablando de un crimen grave —continúa su compañero—, el rango es entre quinientos y mil dólares.
El hombre ya terminó de revisar mis cosas y consiguió casi todas mis caletas de dinero, los distintos escondites en los bolsos en donde fui escondiendo los billetes. Solo le faltaron cuarenta euros, en dos billetes de veinte, que metí detrás de la laptop.
Es hora de regatear. Me da asco, pero no me queda otra.
—¿Quinientos? ni de cerca. Les puedo dar cien dólares. Y me quedo yo con veinte, y no sé qué coño voy a hacer con eso.
La tipa se ríe de mi oferta:
—Eso no es nada. Aparte, yo no necesito dinero, yo ya le saqué lo que necesitaba a este otro tipo —saca otra cédula del bolsillo frontal de su chaleco. A simple vista, esa cédula tampoco parece falsa.
—Te voy a hacer un favor —sigue—. ¿Tienes esos 50.000 pesos en el bolsillo, no?
Agarra todo el dinero que está alineado en el banco. Mi dinero. Lo pone en una sola paca y me lo da.
—Me puedes convencer con esta cantidad, y te quedas con lo que tienes en el bolsillo. ¿Está bien?
—No está bien —le respondo—. Pero, okey.
—Te estoy haciendo un favor.
Pareciera que están esperando a que les dé las gracias.
—Okey, okey, vamos a darle.
Les doy el efectivo, y eso es todo. Me dejan poner todas mis cosas en mis bolsos e irme. Me quitaron 121 dólares en efectivo y 80.000 en pesos colombianos (como 22 dólares). Y se quedaron con mi cédula “falsa”.
—Ten cuidado de no decirle a nadie sobre esto —dice la policía.
Cuando les doy la espalda, camino al autobús, el oficial del FAES me dice:
—Volviste a nacer.
Ya en el autobús, Celys me da un abrazo incluso antes de preguntarme qué pasó. Cuando es la policía la que te roba, ¿a dónde se supone que tienes que ir? Viajamos sin decir nada por otras siete horas en la noche. Solo logramos dormir por minutos.
Llegamos a Maracaibo sedientos y muertos de sueño. En medio del alboroto del terminal en la mañana, y del calor, intento cargar todas mis maletas, más algunas de Celys. En medio del trajín, sin que me dé cuenta, me quitan las cosas del bolsillo derecho. En ese bolsillo estaban todas las cosas de valor que la policía no me quiso robar.
Hago un balance de mi situación: mi pasaporte, no está; mis tarjetas de débito, tampoco; mi teléfono, tampoco; mis últimos 50.000 pesos colombianos, tampoco. Estoy completamente jodido.
El pasaporte es lo que más duele. Si en más de un año no he podido sacar una simple cédula, imagínense un pasaporte. Con casi seis millones de venezolanos emigrando en los últimos años, las oficinas del gobierno que emiten pasaportes no dan para más. A estas alturas, la única forma de conseguir uno es pagando un soborno carísimo y si por algún milagro no te estafan, puedes quedarte esperando meses para que te lo den. En el primer mundo, perder el pasaporte es un fastidio. Aquí, es una tragedia que te desbarata la vida por muchos años.
Había pagado el viaje hasta Colombia por adelantado, así que decido seguir adelante. Sin documentos, sin dinero, sin nada. Estoy demasiado lejos del punto de partida para regresar, y la frontera solo está a dos horas y media de aquí. Si logro cruzar, puedo usar el teléfono de Celys para llamar a mis amigos en Colombia, a ver si tienen para mandarme dinero para el pasaje hasta Medellín. Es un muy mal plan, pero me estoy dando cuenta de que es cierto lo que decían mis profesores de Teoría Económica en la universidad: la tolerancia al riesgo aumenta en proporción a lo desesperado que estés.
Oficialmente la frontera está cerrada, así que este último tramo del viaje no se hace en autobús, sino en un sedán: una chatarra ancha y cuadrada de los ochenta que, más de lo que anda, traga gasolina y bota humo. No sé mucho de carros, pero creo que es un Malibú, ¿o un Caprice? Es de esos vehículos de la General Motors que se vendían aquí como pan caliente cuando los petrodólares sobraban y los simples mortales podían comprar auto. Creo que originalmente era color azul claro, hoy por hoy es mayormente color óxido.
La “chalana" arranca de milagro. Adentro huele un poco a gasolina.
En la carretera, el conductor, el señor José, quien dice llevar veinte años haciendo esta misma ruta, me dice no voy a lograr cruzar, no con él: hay demasiados puntos de control militares, ando sin documentos y no tengo dinero para sobornar.
Me dice que conoce a un motorizado wayú que me puede llevar por las trochas, los caminos de tierra ilegales que corren paralelos a la carretera principal. Por suerte todavía me quedan los cuarenta euros aquellos que escondí detrás de la laptop, ni los encontraron los policías ni me los robaron en el terminal.
Le digo a Celys que se quede con mis maletas mientras tanto. Ella cruzará en carro, y yo en moto, y nos veremos en unas horas en Maicao, una ciudad fronteriza colombiana de unos cien mil habitantes.
Llegamos a donde está el motorizado, que nos espera bajo la sombra de un kiosko desvalijado. Le doy todo lo que me queda: cuarenta euros, y me subo detrás de él.
Ahora soy mercancía humana. La trocha por la que me lleva perfectamente podría ser una de las rutas de cocaína que usa la guerrilla.
El motorizado es un wayú. Anda todo de negro. La moto, el casco, la chaqueta, los guantes y hasta el pelo: negro, negro, negro y negro.
Hay veces que podemos ir rápido, pero en algunas partes tenemos que parar para pagar los peajes wayús. El primero era el de los niños que les conté al comienzo. Más adelante, como a diez metros, hay otro, con una señora que debe ser la mamá. Está descalza, como los niños, y tiene un vestido rosa, suelto y gastado que le llega hasta los pies, al estilo tradicional wayú.
Mi motorizado intercambia unas palabras en wayú con ella y le entrega unas monedas. Ella hace el mismo jijí de los niños al ver las monedas y nos abre el paso.
—¿Entonces ellos se la pasan todo el día en eso? —le pregunto.
No hay ninguna regla que diga que no puedes conversar mientras te llevan de contrabando, así que ya que estamos…
—¡Todo el día! Tú no eres de aquí, ¿cierto?
—No, soy de Puerto Ordaz.
—Yo he estado en esa ciudad. Trabajé en la policía de allá hace un buen tiempo. Es una ciudad bonita.
—Era una ciudad bonita. ¿Por qué crees que ando escapándome del país por una trocha así?
—Sí, aquí las cosas tampoco están bien. Todos estamos buscando la manera de resolver. Pero tú tranquilo, que conmigo tú cruzas seguro. Yo me llamo Tito, por cierto.
Este es un nivel de pobreza que es raro ver en Puerto Ordaz. Entre la nada de las trochas se consiguen unas chozas de palos o de barro que pareciera que se fuesen a disolver en lo que caiga la primera lluvia. Los wayús de este lado de la frontera viven en el abandono absoluto. Yo me quejo de que los servicios básicos son deficientes en Puerto Ordaz, pero aquí todavía no han llegado: no hay carreteras, ni electricidad, mucho menos una escuela, no hay nada. Esta gente, que estuvo aquí desde antes de Colón, debería tener dos países cuidando de ellos, pero no tiene ninguno.
No me sorprende que se pongan a contrabandear combustible, niños o gente como yo para sobrevivir. Los más pobres, siguiendo el ejemplo de los militares, montan sus peajes bajo el implacable sol para sacarle una miseria a los viajeros. No tienen armas y no son muy intimidantes. Su modelo de negocio se basa más en dar lástima que en dar miedo. Parece que es la única actividad económica a la que puede dedicarse mucha gente por aquí.
Al retomar la carretera de asfalto pasamos un pueblo, Guarero. Aquí hay más casas, y hay algunas de cemento, además de las de palo, barro y zinc. A los lados de la carretera venden combustible en potes de agua usados. Cada puesto, como a medio kilómetro de distancia, consiste en una mesa hecha con palos de madera, y a veces un techo de palmeras. Se ve el líquido amarillo a través de las botellas transparentes. Antes de que la economía venezolana colapsara, mucha gente vivía de contrabandear el combustible hipersubsidiado de Venezuela, para venderlo a precios internacionales en Colombia.
Paramos en una de estas "estaciones de gasolina" en donde hay una anciana wayú con un vestido azul oscuro y una mujer de unos veinte años con una franela rosada con la palabra BABE escrita en lentejuelas al frente. La anciana utiliza un embudo hecho con la parte superior de una botella de refresco para rellenar el tanque de la moto.
Tito habla con BABE en una especie de wayú-español. Para intentar entender, lo más que puedo hacer es esperar a que digan algo en español. De repente la mujer dice: "cola es cola" (cola = aventón), y antes de que me de cuenta se monta en la moto también, lo que hace que quede en el medio de los dos.
—¡Ahora sí vas bien escoltado! —me dice la mujer. Por lo menos BABE tiene sentido del humor.
Tito le paga la gasolina a la anciana y arrancamos así. No tardamos mucho en meternos en las trochas de nuevo. Tito me cuenta que esta ruta es más larga, pero que sirve para saltarse cinco controles militares.
—No me gusta agarrarla —dice—, pero es para los clientes que no tienen suficiente para pagar a los militares. No tenemos de otra.
Los peajes wayús aparecen cada vez más seguido, a medida que nos vamos acercando a Colombia. En algunas partes están en grupos de cuatro o cinco seguidos, separados nada más que por cinco o diez metros de distancia. Supongo que los ponen así de cerca para hablar mientras esperan a que pase alguien. Tratan de ponerlos bajo la sombra de los árboles en la medida de lo posible, aunque no hay muchos árboles. Uno tiene la suerte de quedar cerca de dos lo suficientemente grandes y hay una hamaca guindada entre ellos. Cada peaje implica una pequeña negociación, algunas monedas, algunos jijís. No tengo reloj, pero creo que llegamos hacer ese pequeño ritual al menos quince veces en media hora.
A veces las negociaciones se trancan. No sé qué dicen, pero creo que algunos wayús intentan cobrar extra porque ahora hay dos pasajeros. Tito como que regatea, el wayú como que acepta de mala gana, Tito entrega unas monedas y pasamos al siguiente punto para repetir todo el proceso.
En La Raya, un pueblito justo en la frontera entre Colombia y Venezuela, BABE se queda y yo me paso con otro motorizado. Este no es tan conversador como Tito.
Hay un par de peajes más, pero después de eso llegamos a la carretera de asfalto. Cruzamos el puesto fronterizo del lado colombiano como si fuéramos invisibles, los guardias nos ignoran completamente.
Diez kilómetros más adelante estamos en Maicao. Aquí lo que hay es autobuses y casas de cambio. Celys —que tiene mis maletas y un indispensable teléfono— nada que aparece.
Ando sin teléfono y sin dinero, y ya me está empezando a pegar el hambre, la sed y el sueño. Pero al menos estoy en Colombia, mi tierra prometida.
Entonces espero. Y espero. Cada vez con más hambre y más sed, mientras intento adivinar la hora siguiendo el sol en su camino hacia el horizonte.
¿Y si Celys no aparece nunca? ¿Será que voy a la policía? ¿Puedo hacer eso estando aquí ilegal? Ando sin documentos, ni siquiera puedo demostrar que yo soy yo.
Veo indigentes merodeando por el terminal, mendigando y buscando algo de comer en la basura. Viendo su ropa, me pregunto cuánto tardaría yo en verme como ellos.
No sé si existe una palabra para definir esa sensación de estar completamente abandonado en todo sentido. No es solo no tener dinero ni documentos, es no poder hacer nada, es estar aislado de todas las instituciones normales a las que todo el mundo debería tener acceso en una situación de emergencia. Me siento a esperar a Celys y esa sensación horrible de abandono absoluto crece y crece. Esa aplastante y omnipresente sensación de abandono total.
Celys nunca llega.
Días después me entero de que su ruta también incluyó un trayecto en moto, y de que la dejaron en otro terminal. Nunca me encontró y tuvo que irse con mis maletas a Barranquilla.
Con la noche a punto de caer, me toca convencer a un empleado del terminal de autobuses para que me deje usar su teléfono y contactar a mis panas para que le transfieran dinero y así pagar mi pasaje para Medellín. Por suerte uno de mis amigos tenía suficiente dinero.
Luego de quince horas en un autobús, hacinado con otros venezolanos desesperados, logro llegar sano y salvo a Medellín. Menos mal que los colombianos ya están acostumbrados al flujo constante de venezolanos hambrientos y algunos siguen ayudando con cosas como comida y abrigo. Eso hizo muy diferente el camino.
El autobús no era cómodo, pero nadie lo detuvo para quitarle dinero a los pasajeros.
Los venezolanos que encuentro en el camino viajan como yo, sin teléfono, documentos ni dinero. A diferencia de mí, ellos salieron de sus casas así. Una madre que viaja con sus morochos de un año me dice que planea vender caramelos en las calles de Medellín para sobrevivir. Termino encariñándome con los bebés, juego con ellos en el autobús para pasar el tiempo.
Pero es la imagen de esos peajes wayús la que me persigue. Su tierra natal se convirtió en una ruta de contrabando y como nadie los ayuda han tenido que adaptarse a ello. Ahora se dedican a encarnar una especie de facsímil barato de los militares que los controlan, que nos controlan a todos. Lo único que tienen para trabajar es un pedazo de cuerda o un viejo tronco caído. Andan en lo mismo que yo: buscando maneras de no morir tanto.
He estado en Colombia ya un par de semanas. Celys se las arregló para enviar mi equipaje desde Barranquilla, con mi laptop, en la que estoy escribiendo esto. Con la ayuda de unos amigos logré convertir algunas criptomonedas en pesos colombianos y comprar un teléfono, así que estoy en WhatsApp de nuevo. En Medellín siempre hay agua y la comida aquí es pagable.
Aun así, la terrible sensación de abandono del terminal de Maicao no se me ha quitado del todo. Todavía soy un indocumentado, administrativamente invisible. No puedo abrir una cuenta bancaria, ni alquilar una casa, ni comprar un pasaje de avión. Pero el estado colombiano me ignora, no me persigue.
Por ahora, eso es suficiente.
Carlos Hernández es un economista venezolano compartiendo sus experiencias viviendo en Venezuela, con publicaciones en Caracas Chronicles, The New York Times, The Washington Post y Americas Quarterly.
Escucha: Autor Carlos Hernández describe el “abandono total” por parte del gobierno y las instituciones en Venezuela.